Espantosa película de ciencia-ficción datada en 1953 que ha pasado a la historia del cine por los motivos incorrectos. Si a su director, Phil Tucker, le hubieran dicho que se seguiría hablando de ella en pleno siglo XXI, se habría sentido orgulloso: en su día fue vapuleada por la crítica y por problemas con la productora tuvo que acabar pagando una entrada para verla en el cine. También es verdad que no ha pasado a la historia en los términos que su creador habría deseado, pero esa es otra cuestión. Y es que con un presupuesto de 50.000 dólares (Tucker afirmaba que solo fueron 16.000) y cuatro días de rodaje, no se podía hacer nada mejor. ¿O sí?
El argumento no tiene desperdicio: una raza alienígena (los Ro-Man) pretende destruir todo la vida humana del planeta Tierra. Y casi lo consigue, de no ser por un científico que ha creado un suero para inmunizar contra el ataque de estos peligrosos visitantes. Un poco tarde, quizá, porque solo queda viva su familia y su ayudante, un apuesto muchachote interpretado por George Nader cuya única obsesión es beneficiarse a Alice, la hija del científico, con la que mantiene una relación de amor-odio. Así que nos queda la siguiente situación: un Ro-Man cuya misión intergaláctica es destruir a las seis personas que quedan vivas en este mundo, escondidas en una cabaña en mitad del monte.

La afortunada familia.
Pero vamos a lo que realmente importa de todo este asunto: el monstruo, el alienígena, ¡el gran Ro-Man!
Tucker pensaba contar con un robot con algún rasgo humano, pero el exiguo presupuesto no se lo permitía. ¿Solución? Contratar a George Barrows, un actor a quien nadie conocía, pero que se hinchaba a trabajar porque poseía un disfraz de simio por el que cobraba 40 dólares por día de rodaje. Así, los Ro-Mans pasaron a convertirse el monos del espacio exterior. Tucker no estaba convencido del todo: aquello no era futurista. Mejor si le ponemos una escafandra de buzo y un par de antenas. Ahora sí. Ya tenemos villano interestelar.

Alf no fue el primer alienígena peludo.
Lo peor es que el disfraz de simio era bastante aparatoso y no dejaba mucho espacio a la sutileza interpretativa, con lo que Barrows se veía obligado a gesticular de forma exagerada, un hecho que no ayudaba a crear la más mínima verosimilitud, si es que eso era posible. Tampoco sus palabras: Ro-Man expresa con una voz impostada de barítono frases más propias de un personaje de Shakespeare que de un monstruo del espacio exterior. Estas son algunas de sus joyas.
«Por primera vez en mi vida, dudo»
«¿Hay diferencia entre la dulce muerte de la rendición y la horrible muerte de la resistencia?»

Ser o no ser mono.
Para este artículo he querido volver a contar con la colaboración de Berna Rodríguez, como ya hiciera hace unos días con «The brain that wouldn´t die». Mi intención es que Berna, batería de los míticos Dragon Soup, escribiera el artículo entero, pero, como pasó la otra vez, no ha considerado que la película sea digna de ese esfuerzo, así que me ha enviado otro correo maldiciéndome a mí y a este adorable engendro cinematográfico. A ver si la próxima vez lo consigo. Os dejo con su sincera opinión.
«Puta mierda. Aunque te voy a decir una cosa: comparada con esta, la anterior que me propusiste, esa del cerebro que no moría, es Ciudadano Kane. Eres un cabronazo de mucho cuidado, no se cómo quieres que escriba un artículo entero de esta bazofia, que verla da entre pena y asco. Bueno, reconozco que algo me he reído, la verdad. Es que no me jodas… El puto mono con casco de astronauta, ¿a quién se le pudo ocurrir semejante barbaridad? Y cómo habla, que parece que esté declamando en un teatro victoriano, el hijoputa. Que mucho extraterrestre, y mucha arma de destrucción masiva y todo lo que quieras, pero para cargarse a seis pobres desgraciados se las ve y se las desea. Y ahí lo ves, andando de arriba a abajo por el monte, que parece Jesús Gil disfrazado de gorila con seis gintonics en el cuerpo. Y como no podía ser de otra manera, va y se enamora de la chica humana, como si tuviera alguna posibilidad»

La clásica cita de Tinder
«Y hablamos mucho del monstruo (y de su armamento, que consiste en una máquina que lanza pompas de jabón), pero lo que de verdad dan ganas de arrancarse los ojos, son los humanos. Una familia que estás deseando que los aniquile el puto mono, porque no tiene perdón de Dios lo mal que actúan. Y el ayudante del científico, el jovencito descamisado que se quiere tirar a la hija del científico como sea, ¿y qué mejor excusa que evitar el fin de la humanidad para ponerse a procrear? El padre los casa, tarareando él mismo la marcha nupcial, para que acto seguido se vayan detrás de un matorral a consumar el matrimonio y perpetuar la especie, sin contar que anda por allí el Jesús Gil gorila que va a frustrar sus planes. Del final mejor ni hablo, solo diré que está a la altura del de Los Serrano. No sé qué te he hecho para que me sometas a estas torturas, pero bueno, si tú estás feliz, pues que te den por el culo».
Todo un carácter este Berna. A ver si la próxima vez se anima a hacer la reseña entera. La verdad es que no puedo quitarle la razón, porque en Robot Monster hay pocos elementos defendibles. En realidad solo hay uno, la música. La banda sonora corrió a cargo de Elmer Bernstein, que algunos años más tarde abandonaría el mundo de la serie B para dar sus composiciones a películas como «El hombre del brazo de oro», «Los siete magníficos», «La gran evasión» o «Cazafantasmas». No todo iba a ser malo. Aunque ya os digo que los sesenta minutos que dura este «Robot Monster» quedan grabados a fuego en la retina.