La sabiduría popular siempre ha dicho que los mánager no son de fiar. En el mundo del arte, tan supuestamente elevado y espiritual, los tipos que se encargan de mover el dinero, de poner precios y de administrar las cuentas, parecen intrusos con la única ambición de llenarse los bolsillos a costa de los siempre desamparados artistas. Son comerciantes en un ámbito en el que el comercio no está bien visto, donde lo que prima son conceptos como integridad o autenticidad. Su palabra es vista como un mero instrumento para el engaño. Y si el mánager en cuestión ha pasado una temporada en la cárcel por apropiación indebida, su palabra (como diría el doctor Paul Flammond en Top Secret) vale menos que un frigorífico en el Polo Norte.

El autor, Carlos Vázquez Moreno, «Tibu»
No ponemos este dato en primer lugar para aportar un sesgo negativo al personaje, sino porque su condena y estancia en prisión es el motivo de estas memorias, redactadas durante el año y ocho meses que Tibu permaneció en la cárcel de Soto del Real. Con la intención más que justificada de lavar su imagen pública y, suponemos, no volverse loco entre rejas, Carlos Vázquez ha tirado de memoria para regresar a su infancia y atravesar un recorrido de varias décadas en las que tocó todos los palos del negocio de la música. No fue fácil, porque creció con un padre franquista a quien el concepto de «músico profesional» no le sonaba demasiado bien. Pero lo consiguió. Aprendió a tocar el bajo y formó parte de la banda del primer Ramoncín o de la Orquesta Mondragón de Javier Gurruchaga, un personaje hacia el que siente un amor-odio bastante especial, por lo que parece.

¿Por qué no nos extraña?
Después entró como bajista de Miguel Ríos, donde coincidió con el guitarrista Salvador Dominguez. Con él formaría el grupo por el que es conocido en el ambiente musical, sobre todo el más hard rockero: Banzai. Un proyecto que, a pesar de su brevedad (solo editaron dos discos con dos cantantes diferentes, Valentín del Moral «Chino» y José Antonio Manzano) ha dejado una huella «dura y potente» en el rock patrio, y que, lamentablemente, apenas es abordado en estas memorias.

El lector puede hacer aquí el típico chiste sobre las pintas de los heavys en los 80 y continuar la lectura.
Después de la disolución de Banzai, Tibu siguió acompañando con el bajo a varios artistas, como Mari Trini, Rocío Dúrcal (con un concierto privado para el mismísimo Pablo Escobar), o Patricia Kraus, con la que subió al escenario del festival de Eurovisión en 1987. Para quien tenga curiosidad (o quiera rememorar su ya lejana infancia), aquí podemos verle en acción.
El resultado de España fue un más que discreto penúltimo puesto, pero supuso un giro en la trayectoria de Tibu, quien a partir de ese momento pasaría a formar parte de la discográfica Zafiro como director artístico. Empezó con buen pie, porque al poco de estrenar su puesto se le presentaron unos chavales «pobres como las ratas» con una maqueta bajo el brazo: eran La Guardia, un grupo que pegaría algunos pelotazos que a día de hoy no pueden faltar en las radiofórmulas mañaneras.
A partir de ese momento pasaron una infinidad de artistas por sus manos, bien como mánager, roadmanager o agente de contratación. Y es en este punto en el que el libro se vuelve más controvertido, porque el autor no se ha cortado en decir lo que piensa de cada uno de ellos. Hay, por supuesto, quien no ha salido muy bien parado: los Olé-Olé llegan a las manos en el plató de El juego de la oca ante un atónito Emilio Aragón, unos Presuntos Implicados que se comportan como niños caprichosos, la obsesión por el dinero y los lujos de José Mercé, un Luis Eduardo Aute que, según Tibu, era todo lo contrario a la imagen que ofrecía de cara a la galería, Manolo Tena y sus adicciones incontrolables, un Fary tacaño a más no poder, o unas Ketchup que solo querían exprimir el éxito del Aserejé porque no tenían talento ni intención de dedicarse a la música. Para los rockeros a los que representó, Mago de Oz y Los Suaves, tampoco tiene muy buenas palabras.
Por supuesto, no todo es malo, porque la crítica suele venir por la parte personal, no la artística. Se precia de ser un mánager que, ante todo, defiende al artista y lo protege de explotaciones y contratos leoninos (tampoco escatima palabras de elogio ante quien cree que las merece, como el cantautor Javier Álvarez o Juan Pardo, para quien trabajó como roadmanager). Lo malo es que esa faceta protectora no se acaba de ver recompensada con el agradecimiento del protegido, lo que provoca un cierto desencanto (y quizá algún rencor) que se deja ver en más de una ocasión. Se podría decir que ve al artista como un ser caprichoso y egoísta, pero lo comprende (hasta cierto punto) porque él también lo ha sido.
Pero si hay dos grupos que han marcado la trayectoria de Tibu como mánager, estos son Hombres G y El canto del loco, ambos bastante alejados de sus gustos musicales, pero el negocio es el negocio. La colaboración con los primeros surgió después de algunos años de trabajo junto a David Summers en su época en solitario. Summers tenía una nula repercusión en España, al contrario que en Sudamérica, donde sí que llenaba recintos, aunque el público no hiciera más que pedirle canciones de su antigua banda. Tibu le sugirió en varias ocasiones que debería volver a quererse con sus ex-compañeros (cosa que Summers acabó aceptando) y se convirtió en el artífice de su sonado regreso en 2001. A pesar de que ambas partes ganaron muchísimo dinero, se muestra bastante decepcionado porque, como todos sus representados, le abandonaron cuando llegó el momento de las vacas flacas, en la crisis de 2007. Eso sí, fueron los únicos que se reunieron con él para cortar lazos cara a cara. Todos los demás, asegura el autor, lo hicieron por carta o burofax. Tampoco duda en calificarlos como unos «gourmets del sexo» que le dieron una lección sobre cómo se comporta una estrella del rock con sus fans. No sabemos si este libro habrá costado algún divorcio, porque entra en bastantes detalles.

Dejad que las niñas se acerquen a mí.
De El canto del loco (una dictadura de Dani Martín, según Tibu) poco se puede decir. Una especie de relevo generacional de los Hombres G en los que el autor vio todo un filón a explotar y con los que tuvo una relación más allá de lo profesional (asegura que en la agenda de Martín, Tibu aparecía como «Papá»). Pero la cosa se salió de madre, hasta el punto de que el grupo le acabó interponiendo una querella criminal por apropiación indebida de 220.000 euros. Una injusticia según el autor, que alega que no pudo presentar a tiempo una auditoría que le habría supuesto ser declarado inocente. De la amistad con el grupo había pasado a la guerra por un cambio de actitud del cantante a raíz de su relación con Patricia Conde, a quien Tibu señala como la Yoko Ono de esta historia.
Su estancia en prisión, donde entabla amistad con personajes como Gerardo Díaz Ferrán o Mario Conde, es el hilo conductor de un libro que ha levantado mucha polémica (como era de esperar) y contra el que ha habido alguna que otra campaña de difamación que asegura que en él han trabajado hasta cuatro negros literarios, algo que el autor ha negado. No podemos saber la cantidad de verdad, mentira o exageración hay en el relato, ya que una autobiografía siempre es subjetiva, pero no podemos sentir más que simpatía por alguien que nos ha brindado todas estas páginas de entretenimiento y narrado sin tapujos su subida a los cielos y caída a los infiernos. Y una cierta conmiseración, por haber tenido que escuchar el hit «Zapatillas» noche tras noche durante unos cuantos años.