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El mundo del boxeo siempre ha estado rodeado de un halo de oscuridad, considerado como un deporte demasiado extremo o, directamente, como una práctica que no merece tal categorización. Individualidad, agresividad y lucha son conceptos que no casan muy bien con estos tiempos de (aparente) paz, tolerancia y buen rollito. Pero si ahora nos parece duro, hay que recordar que en la Antigua Roma se usaban los caestus, protectores metálicos para las manos tachonados con clavos, o que en el s.XVIII los combates en Inglaterra y sus colonias se realizaban a puño limpio y sin límite de tiempo, datos que nos hacen suponer que aquellos luchadores terminarían, como mínimo, un tanto maltrechos.

Si no te daban con el caestus, te ponían el sobaco en la cara. Una acción quizá mucho más dañina.

Vaya por delante que no tengo ni idea de boxeo. No conozco sus reglas y todo lo que sé de él me ha llegado a través de la cultura popular, pero es imposible no dejarse atrapar por ese poder de fascinación que le ha llevado a ser representado en diferentes disciplinas artísticas. Dos seres humanos dándose de hostias bajo una especie de código de honor mientras son jaleados por el público es una metáfora demasiado potente como para no infiltrarse en la literatura y el cine.

Él también se infiltró en el cine.

Todo el odio que tenía dentro (Ediciones La Felguera, 2021) es en apariencia un libro sobre boxeo, un acercamiento a la figura de una de las más importantes estrellas que ha dado este país, Dum Dum Pacheco, pero va mucho más allá.  Servando Rocha traza un amplio preámbulo para situarnos en el contexto del extrarradio de Madrid de posguerra, ese conjunto de barrios que, antes de un proceso de construcción de bloques de viviendas precarias, no eran más que un amasijo de chabolas en las que se hacinaba la población más pobre que había llegado a la capital en busca de oportunidades.

Y sobre todo nos habla de la juventud que andaba por allí. Los muchachos no eran precisamente angelitos, y la llegada a principios de los 60 a los cines de West Side Story les voló la cabeza. Ahora nos puede parecer un musical inofensivo que hasta Spielberg se ha atrevido a revisitar (Dios sabrá por qué), pero en su momento, aquellos chicos de barrio vieron mucho más en ella. Imitando a los protagonistas de la película, comenzaron a formar bandas que se dedicaban a la delincuencia a pequeña escala y se retaban con las bandas de otras zonas a peleas de puñetazos y algún navajazo trapero. También se obsesionaron con el baile. No iban cantando y bailando por la calle como en la película, pero sí en un antro llamado Los Boys (reconvertido en la actualidad en sede de Hacienda) al ritmo de la música de Los Pekenikes, Los Diablos Negros o Los Teen Boys.

Así de rumbosos te pedían veinte duros para el autobús.

La más importante (y peligrosa) de estas bandas eran los Ojos Negros, liderados por un tal Ángel Luis, que lucía melena negra y trabajaba como especialista en escenas de acción en las películas del Oeste que se rodaban en Almería. Cuando un indio caía de su caballo por haber recibido un disparo, ahí estaba él. Entre las múltiples actividades de estos simpáticos muchachotes había una muy particular: ejercían de guardaespaldas (vamos a llamarlo así) de un joven cantante llamado Camilo Sesto, que hacía sus primeros pinitos en el mundo de la música en un tono mucho más rockero que con el que se dio a conocer más tarde. Le conseguían actuaciones y se aseguraban de que todo fuera bien. Un poco como los Corleone con Johnny Fontane, pero sin cabezas de caballo por medio. Camilo nunca negó este hecho y siempre se mostró agradecido con ellos.

También tuvo sus apóstoles.

Es aquí donde entra en juego José Luis Pacheco, quien más tarde sería bautizado como Dum Dum Pacheco por el periodista Julio César Iglesias. Pacheco era bastante más joven que sus compañeros de Ojos Negros, pero con su rudeza y fortaleza física se ganó un puesto de honor entre ellos. A base de tirones de bolsos y atracos a farmacias acabó entrando y saliendo de la cárcel durante unos años, donde se encontró con el mismísimo Billy el Niño (el torturador, no el forajido). La relación entre ambos, ya os podéis imaginar, no fue de cordialidad.

Es en esta época cuando Dum Dum empieza a interesarse por el boxeo: entrena en el gimnasio del barrio o en la cárcel cuando está preso, lo que le sirve para salir de embrollos o matar el aburrimiento.

 No es un boxeador al uso. Mientras gente como Pedro Carrasco o José Legrá siguen un camino trazado por sus mánager, que básicamente consiste en pelear con rivales que se encuentren a un nivel más bajo (novatos o glorias venidas a menos), él es un kamikaze que va por libre y pelea con quien sea y cuando sea. Solo le importa ganar y cobrar la bolsa. No posee una técnica demasiado refinada, pero sí el empuje y la fuerza. Y sobre todo, como él mismo dice, todo el odio que tenía dentro.

También es un personaje peculiar. Un boxeador que a veces llega al ring con un permiso penitenciario y escoltado por la policía. Un hombre que ha nacido en la pobreza, que ha pasado por prisión y ha sido torturado. Que ha formado parte de la Legión. Alguien que afirma que sus tres ídolos son Hernán Cortés, Franco y Elvis Presley, no puede ser calificado de otra manera.

Aunque no es del todo extraño, pues las conexiones entre el franquismo y el boxeo eran bastante evidentes. El deporte cayó en popularidad a la muerte del dictador y la llegada del socialismo, que se encargó de silenciarlo. Es en esa época cuando Pacheco combina su profesión con los primeros pasos en el mundo del cine, donde se puso a las órdenes de directores como Manuel Summers, Rafael Romero Marchent o Mariano Ozores en «Yo hice a Roque III», en la que interpretaba a Kid Botija, rival en la ficción de Andrés Pajares.

Pero cuando el momento no podía ser mejor para Dum Dum, le sobrevino la desgracia. Un aparatoso accidente de coche le obligó a apartarse tanto del boxeo como de la interpretación (a la que consideraba su futuro profesional). Superó sus orígenes difíciles y alcanzó la gloria, pero el destino parecía empeñado en que su vida no fuera un camino de rosas. Del dinero y la fama solo le quedó el poder agarrarse a su condición de mito, con autobiografía incluida: Mear Sangre, un libro descatalogado que alcanzó precios astronómicos en el mercado de segunda mano y que ha vuelto a reeditarse recientemente por Autsider Comics.

Pero la historia de Dum Dum no es lo único que encontramos en la obra de Servando Rocha. De hecho, la vida del boxeador parece una excusa, un hilo conductor para adentrarnos en una España bastante tenebrosa en la que desfilan desde El Lute (cuya banda tiene un altercado con los Ojos Negros) hasta la División Azul, los GAL, el atentado de Carrero Blanco o unos Beatles fake (The american Beetles) que nos intentaron colar en la Plaza de Las Ventas un año antes de que llegaran los de verdad. Por supuesto, hay todo una ristra de personajes más o menos anónimos que salen a la luz tras una ardua tarea de investigación del autor, bastante pintorescos todos ellos, como Famoso Dongil, considerado en su momento el Muhammad Ali español.

«Todo el odio que tenía dentro» no tiene tanto de biografía como de retrato político y social de una parte de la historia de España. Se puede estar de acuerdo o no con algunas opiniones del autor (es una obra muy subjetiva en ese sentido), pero no se le puede negar un más que notable trabajo de investigación y una buenísima prosa que consigue que el texto se lea casi como una novela, o como la base de un posible guion para una película muy jugosa (Spielberg, vente para acá). De momento, a mí me han entrado ganas de volver a ver de un tirón «Toro Salvaje», «Más dura será la caída» o «El ídolo de barro» combinadas con el cine quinqui de Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma.

 

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